Carlos Sánchez Almeida, Bufet Almeida
09-05-2007 Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.
Carlos Marx, "El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte".
1. De aquellos polvos, estos lodosAño 2000. Gobernaba España el Partido Popular, que gozaba desde marzo de aquel año de una envidiable situación de mayoría absoluta, que le permitía gobernar sin necesidad de alianzas con otros partidos. Al frente del recién creado Ministerio de Ciencia y Tecnología se encontraba la brillante profesional Anna Birulés, escoltada por dos hombres fuertes del think-tank de José María Aznar: Baudilio Tomé y Borja Adsuara, muy vinculados a la fundación FAES, y que ocupaban respectivamente la Secretaría de Estado de Telecomunicaciones y la Dirección General para el Desarrollo de la Sociedad de la Información. Se había aprobado en fechas recientes la Directiva 2000/31/CE, de 8 de junio, sobre el comercio electrónico. Una directiva ésta cuyo objetivo fundamental era la armonización de las diferentes legislaciones nacionales, para que sus diferencias no afecten al tráfico económico y los principios que rigen en el ámbito de la Unión. Los Considerandos de la Directiva indicaban claramente que sus medidas se limitaban al mínimo necesario para conseguir el objetivo del correcto funcionamiento del mercado interior, garantizando que no existan fronteras interiores para el comercio electrónico. La Directiva era respetuosa con la libertad propia de Internet, en especial en sus considerandos, donde se afirmaba que no estaba destinada “a influir en las normas y principios nacionales fundamentales relativos a la libertad de expresión.” Todos los principios de la Directiva fueron conculcados por el Gobierno del Partido Popular al trasponer la norma comunitaria al ordenamiento jurídico español. Allí donde la Directiva establecía el principio de no autorización previa, los primeros anteproyectos de Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico (LSSI) establecían la obligación de inscribirse en un registro especial. Del mismo modo, se regularon otros aspectos no cubiertos por la directiva, entre los que destacan la obligación de retención de datos de tráfico impuesta a determinados proveedores, así como los criterios de atribución de responsabilidad por hipervínculos, ausentes del texto de la Directiva. Finalmente, no se plasmó en el texto de la Ley un punto esencial de la norma comunitaria: la no exigencia de un deber general de supervisión de contenidos. El artículo 8 de la LSSI fue sin duda el más problemático, puesto que en sus primeras versiones permitía la extralimitación de la autoridad administrativa, vulnerando lo dispuesto en el artículo 20 de la Constitución, que dispone que sólo pueden secuestrarse publicaciones mediante orden judicial. El propio Grupo Parlamentario Popular tuvo que rectificar el proyecto, ya en el Parlamento, para establecer la necesidad de intervención del Poder Judicial en casos que afectasen al derecho fundamental a la Libertad de Expresión. Finalmente, la LSSI fue aprobada como Ley 34/2002, de 11 de julio, y entró en vigor el 12 de octubre de 2002. Sus múltiples deficiencias, sobre todo las relativas a la responsabilidad por contenidos ajenos (transmisión, caché, alojamiento de datos e hiperenlaces), ocasionarían en los años siguientes buen número de paradojas judiciales. No en vano se había establecido, de forma totalmente arbitraria e irracional, una doble vara de medir. Dos sistemas distintos de imputación de responsabilidad, dos leyes de prensa: una para el mundo real y otra para el mundo digital.
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